El 75 aniversario del Club América, un festejo legendario

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Hoy mira el águila que llega, majestuosa y audaz.

El 12 de octubre de 1991 cayó en sábado. Ese día nuestras Águilas del América cumplieron 75 años de grandeza. En aquellos tiempos Televisa era un verdadero monstruo a nivel Latinoamérica, un consorcio de medios que dominaba ese rubro en los países hispanohablantes. El dueño de Televisa y del Club América, Emilio Azcárraga Milmo, tenía un cariño especial por el equipo y lo demostró con el evento de celebración que, por supuesto, tuvo lugar en el Estadio Azteca.

Yo tenía trece años y nunca había asistido a un partido de fútbol profesional. Desde muy pequeño era “Águila”, enamorado del uniforme, los jugadores y los campeonatos del América. Así que cuando se anunció en los canales de Televisa que el 12 de octubre el equipo jugaría el partido de vuelta por la Copa Interamericana precedido de un festival de diez horas de duración, de inmediato comencé a presionar a mi padre para que me llevara. Yo era muy buen estudiante, así que mi jefe investigó el precio y se dio cuenta que estos en verdad eran “populares” (como se promovían muchos espectáculos en ese entonces) para la cantidad y variedad de atracciones que se ofrecieron. Cuando mi jefe nos avisó a mi hermano y a mí que sí iríamos, seguramente brinqué de emoción.

Mi jefe y mi hermano eran chivas, pero también tenían ganas de ir porque todos éramos (y seguimos siendo) aficionados a la lucha libre. ¿Qué tiene que ver esto con la celebración del 75 aniversario del América? Sigan leyendo.

Llegamos al majestuoso Estadio Azteca alrededor de las 11 de la mañana, preparados para todo un día de festejos con una bolsa de mandado llena de sándwiches y bebidas en pepsilindros… Sí, en esa época el público podía entrar a muchos eventos con comida; era común ver a familias enteras en el cine, el circo o las luchas consumiendo alimentos que ellos mismos llevaban (eran otros tiempos para muchas cosas, como podrán notar cuando comparen este festival con nuestro “festejo” de 100 años del club). En la entrada nos regalaron cornetas y pompones amarillo y azul para apoyar al equipo. Tuve poco tiempo para dejarme impresionar por el Coloso de Santa Úrsula porque las explanadas alrededor del Coso estaban plagadas de escenarios pequeños, puestos de comida, concursos de destreza organizados por los patrocinadores y, por supuesto, rings de lucha libre. Era como una gran kermesse en la que los colores amarillo y azul predominaban. El ambiente era de fiesta familiar, con niños, mamás y papás ocupando el área, así como, también, un tanto caótico. Se escuchaba por doquier el himno de las Águilas del América de Carlos Blanco.

Oye su canto; es el canto del que viene a triunfar.

Nosotros fuimos de inmediato a buscar la programación, para no perdernos los combates. Había carteles con el itinerario de cada una de las explanadas: Explanada norte, tal y cual presentación a tal y cual hora. Había números de cantantes de poca o nula fama (recuerdo a Aline y Lorena Tassinari, entre otros “artistas” de Televisa). Resultó imposible seguir todos los encuentros luchísticos, tanto por los desplazamientos que teníamos que realizar, como por los horarios, además de que no se mencionaba quiénes serían los gladiadores, pero nos divertimos intentando cazar las luchas e interactuando con la muchedumbre azulcrema.

En la tarde, el espectáculo se trasladó hacia adentro del estadio. Regalaron un suvenir más, que era un tubo de luz neón. Caminé por primera vez esas rampas de ascenso hacia las gradas. El camino de concreto se me hizo infinito al internarme en las entrañas del gigante. Dentro, los colores del pasto y los personajes sobre la cancha me parecieron más vivos que en la tele (y de seguro lo eran, recordemos que aún no se inventaba el HD). Hubo partidos de fútbol de exhibición (en los que se utilizaba sólo un tercio de la cancha): cantantes vs. actrices, cantantes vs. actores y el que más llamaba nuestra atención: rudos vs. técnicos. De ese relajo recuerdo que el único que medio jugaba era el Volador, que Konnan era malísimo para el soccer (bueno, todos, pero él sobresalía en su torpeza) y que Fuerza Guerrera se la pasó derribando a Octagón, quien por cierto decía haber jugado en las fuerzas básicas del América, cuento que nunca me creí. Lo de menos fue el fútbol; se notó que los luchadores también se divirtieron la media hora que duró la cascarita.

Cuando la luz cambió y vino el atardecer, se presentó un espectáculo llamado “Duelos medievales” o algo así. Consistió en caballeros en armadura montados sobre caballos que simulaban combates reales. Cada personaje portaba un color y un estandarte diferente (por ejemplo el rojo era el dragón). Aunque sabíamos que las batallas eran simuladas, los fregadazos fueron bastante convincentes. Las armaduras y armas eran de metal verdadero, así que sin duda el riesgo fue real. Cabe mencionar que los “tiros” no fueron sobre el pasto, sino en la grava al costado de la cancha.

Hoy es día grande en la cancha, once estrellas verás.

Como a eso de las siete se dio el preámbulo al plato fuerte. Un concierto de quien entonces era una estrella ascendente: Mijares. Sonaron “Soldado del amor”, “Siempre”, “Soñador” y otros de sus éxitos de entonces, que eran mucho menos que los que podría cantar ahora. A medio concierto se puso la playera del América y el estadio, de por sí de buenas, se le entregó. Después de Mijares se apagaron las luces y hubo un espectáculo de “luces láser” en las que, con las limitaciones de la época se proyectaron sobre las gradas animaciones varias: el escudo del club que giraba y cambiaba de tamaño, un águila gigantesca volando alrededor y la mascota del equipo dominando el balón. Todo esto mientras sonaba una y otra vez el Himno de las Águilas del América (del cual por cierto poseo una copia en vinil de 45rpm, edición original de 1981) y el público animaba con los tubitos de luz neón que nos habían dado al ingresar al estadio.

Se encendieron las luces y llegó el momento cumbre: América vs Olimpia de Paraguay por la Copa Interamericana (partido de vuelta). Pude ver por primera vez a mis admiradas Águilas portando el histórico uniforme ochentero. Luego del calentamiento, en el que sólo abrí la boca para comentar los jugadores que lograba identificar ya fuera por apariencia o por número, llegó la hora del partido. Esta fue la alineación con la que saltaron a la cancha: Alejando “Gallo” García; Juan Hernández, Alejandro Domínguez, Enrique Rodón, Cesilio de los Santos; Eduardo Córdova (que sería sustituido por José Enrique Vaca), Gonzalo Farfán, Eduardo dos Santos “Edú”, Antonio Carlos Santos; Antonio Teodoro Do Santos “Toninho” (quien salió por Arturo Cañas) y Luis Roberto Alves “Zaguinho”. El DT era Carlos Miloc (quien por cierto dirigió su último partido con el club esa noche).

Ahí estaban enormes jugadores a quienes sigo admirando. Se cumplía un sueño para mí al ver en la cancha a Santos, Zague y Farfán, aunque me quedé con las ganas de que estuviera Adrián Chávez. El encuentro tuvo de todo: gol tempranero, bronca, expulsados, un Carlos Miloc vuelto loco descontando con un buen cruzado a un barbón del Olimpia. En el partido de ida habían quedado 1-1, así que la mesa estaba puesta para que nos lleváramos la copa y así fue con un 2-1 a favor con goles de Toninho, todos los tantos en el primer tiempo. Para la segunda mitad, los que estábamos en las gradas pudimos bajar a la sección de preferente, pues abrieron las puertas de ingreso a ese nivel.

Tiembla el estadio, casi estalla, cuando llegan al gol.

Me desgañité festejando los goles y el campeonato al tiempo que los jugadores levantaban el trofeo. En aquel entonces los gritos eran “¡Águilas!”, seguido de 3 cornetazos, y el “Chiquitibum”, aún no había barras, la Monu ni el tipo de “grupos de apoyo” que hay ahora. De alguna forma, las porras se sentían más auténticas, generadas espontáneamente por el momento y el entusiasmo y no por los tambores orquestando el bullicio desde una cabecera.
Lo que más admiro de aquella directiva es la capacidad que tuvieron para negociar que la final se jugara en el Azteca y en una fecha tan importante para el club. Esta situación se antoja imposible en la actualidad.

No pienso perder el tiempo en hacer una comparación entre este magno festejo del 75 aniversario (para el equipo y para la afición) con las conmemoraciones actuales, menos con la del centenario, en la que yo esperaba mucho luego de haber vivido lo que relaté en esta memoria. Lo que sí haré es subrayar que la celebración del 12 de octubre de 1991 sí estuvo a la altura del Club América y del cariño que Azcárraga Milmo sentía por el equipo, y que yo fui uno de los miles de afortunados que pudimos estar allí y salimos contentos, triunfantes, cantando el Himno de las Águilas del América. América ¡Águilas! Estoy contigo, oye mi corazón…

Y sí, sigo con el club, y mi corazón se sigue estremeciendo cada vez que piso el Azteca.

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